Las piedras preciosas eran lo más selecto de la naturaleza antes de que aparecieran los hombres sobre la faz de la tierra, fueron lo más apreciado por estos en todas las culturas cuando por fin fueron creados, lo son hoy y lo seguirán siendo cuando nos extingamos. Y son lo más selecto de la naturaleza por su excepcionalidad, por su belleza, por su perfección cristalina y por la forma especial en que captan la luz, la concentran y la reflejan.
Ninguna otra materia se puede comparar con la de las piedras preciosas.
Incluso, para magnificar su esplendor, se dice que el paraíso está cubierto de ellas.
Puertas de piedras preciosas.
Techos de piedras preciosas.
Muros de piedras preciosas.
Avenidas de oro puro jalonadas de piedras preciosas.
Naturalmente, a nadie que quisiera ensalzar algo como magnífico se le ocurriría referirse a puertas de tablas o lata, muros de adobe o calles de barro y boñigas.
Lo excepcional, exige lo excepcional.
Y en la naturaleza, claro, hay de las dos cosas: en superabundancia lo vulgar, lo mezquinamente necesario; y lo excepcional, lo maravilloso, lo sublime, en proporciones mínimas, raras, muy difíciles de encontrar.
Así en la tierra como en el cielo.
Lo malo, lo feo, lo estúpido, abunda.
Lo excepcional, lo sublime, escasea.
Ya saben, eso de muchos serán los llamados y pocos los escogidos: pocos, muy pocos, los sublimes; de los otros, sobran.
En la naturaleza todo es homotecia de la misma cosa. Fractal, si lo prefieren. Quiero decir que lo mismo se replica en todas partes con idéntica geometría, porque esa geometría de base es Dios, la Creación, la Ecuación Divina. Y entre los hombres, como no puede ser de otro modo, abunda lo malo sobre lo bueno, lo vulgar sobre lo excepcional y la horridez o lo insignificante sobre lo bello y lo valioso.
En la Historia son necesarios millones, miles de millones de estúpidos para producir un solo genio; un avatar, ni digamos; y para alumbrar a uno de esos hombres que han sido faros de la humanidad, la cifra habría que elevarla a cientos de miles de trillones de hombres vulgares.
No vale lo mismo un genio que un estúpido.
No es lo mismo una obra sublime que paja encuadernada, aunque ambas puedan parecer libros.
No es lo mismo una obra de Miguel Ángel o Leonardo que otra de Miró o Picasso (a otros pinta-lo-que-sea, ni los mencionamos), aunque las obra de cada uno tengan el título de arte.
No es lo mismo un diamante que un pedazo de carbón, aunque ambos sean carbono.
Y no es lo mismo un zafiro o un rubí que un guijarro, aunque todas pertenezcan al Reino Mineral.
Puede que el guijarro sea necesario, como el barro y la humilde tierra: pero ser necesario no los convierte en excepcionales. Tal vez, su principal utilidad está en su mera existencia para que destaque con mayor vigor la belleza de lo sublime sobre lo mezquino de su materia.