Page 10 - Multiverso
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y silenciosa, que se hacía dueño de su ser cuando se encontraba a mundo abier-
          to. Exageradamente cortés y de buen empaque, transpiraba sin pretenderlo una
          candidez que se resistía a extinguirse a pesar de peinar ya sus primeras canas y
          los efluvios de una virginidad que se mantenía contranatural no por homose-
          xualidad o misoginia, sino por simple y llana poquedad.
                 La esencia de la gnosis y lo enrevesado de la razón conjugaban sus mis-
          teriosos verbos en Rafael Nájera, quien bien sabía que ser escritor en España no
          era un fervor que asegurara las mercedes de san Porvenir Asegurado, salvo que
          uno fuera clérigo de la congregación de un gran sello editorial, el cual no era
          su caso. Sobrevivía, ni muy holgada ni demasiado dignamente, gracias los in-
          gresos de su esposa como matrona de la Seguridad Social. Bueno, a eso y a que
          desde tiempos inmemoriales se había consagrado a la perversión de las letras,
          a través de las cuales pretendía dibujar el plano y significado de la existencia, la
          realidad y sus particularidades. Una tarea tan titánica como homérica que había
          consumido buena parte de su salud mental, empujándole a cursar estudios de
          física y especializarse en física cuántica en la creencia de que aquella formación
          le facilitaría la llave para abrir la cerradura que la razón siempre le había negado,
          aunque sin conseguir otra cosa que dos ingresos, en distintas etapas de su vida,
          en una clínica de reposo. Frisando los treinta y cinco, de considerable estatura y
          regular peso, feo de lozana presencia, media melena, ribetes de filósofo clásico
          venido a menos o de intelectual con aspiraciones, enérgico de carácter y siem-
          pre dándole vueltas al magín acerca de la definitiva obra existencial que pusiera
          el dedo en la llaga de los porqués que concernían al hombre como especie, le
          gustaba enredarse en disquisiciones transcendentales y caminar por el filo que
          formaban el conocimiento y la razón cuando se mezclaban con inciertas dosis
          de un esoterismo que algo tenía de paranoico. De poco le habían servido hasta
          la fecha sus desvelos y raciocinios, a no ser para publicar media docena de no-
          velas metafísicas que, con poco o ningún éxito editorial, le habían mantenido
          a una distancia equiorbital de su esposa, quien tenía mejor asentados sus pies
          sobre la tierra y era de la opinión de que «con el buche lleno, contento estaba el
          buey.»
                 Y las demás voces de los distintos grupos sociales se condensaban en-
          tre el resto de los tertulios denominados «itinerantes», quienes acudían o no en
          función de su disponibilidad o del aburrimiento que tuvieran ese día, y entre los
          cuales se encontraban lo mismo alguna ama de casa con maneras autodidactas
          para la narración breve que algún joven con ínfulas literarias o algún ganapán de
          esos que se comportaban como los papagayos cuando debieran hacerlo como
          búhos.
                 Cuando llegó Rafael al café, el cual emulaba en su decoración a esos
          otros de la época española más dichosa para la cultura, y se dirigió a su mesa

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