Page 11 - Multiverso
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—mejor sería decir mesas, pues eran dos, puestas la una a continuación de la
otra— ya se encontraban listos para la justa coloquial algunos de los tertulios
habituales. Los demás aún no habían llegado y solían gotear durante la siguiente
media hora hasta que se completaba el elenco, no sabiéndose muy bien a priori
quiénes o quiénes no acudirían cada tarde.
Saludó a los camareros según entraba, ordenó un café con leche y un
güisqui de su marca acostumbrada, los cuales gustaba tomar alternando un sor-
bo de lo uno y lo otro, y ocupó plaza en el extremo en que solían ubicarse los
tertulianos más antiguos.
No tardaron en llegar quienes faltaban.
No era una tertulia al uso en la que, estrictamente bajo programa y con
moderador, se trataran asuntos que concernieran a la literatura y sus géneros,
sino que podía considerarse un tanto anárquica o con sobrados elementos de
terapia de grupo en la que cada cual empuñaba el tema que le convenía, así
fuera de interés general o nada más que dar lectura a un texto propio para reca-
bar opiniones, siendo frecuente que el auditorio terminara fragmentándose en
varios parlamentos simultáneos.
Tal vez aquel fuera, precisamente, su encanto.
Aquella noche, sin embargo, un cerrado tiroteo de frases de doble sen-
tido entre Antonio y Torcuato, quienes eran cordiales adversarios y hasta se di-
ría que los polos opuestos del mismo imán, recabó la atención de los presentes.
—Es el pánico a la razón el que hace buscar el acento de la verdad (o
sus monstruos) en la religión —dijo con intención Antonio, entrometiéndose
en una invitación que Torcuato le hizo a don Fonema para acudir juntos a la
misa del Gallo en la basílica del monasterio la ya próxima Nochebuena.
—O lo único que tiene sentido en este orden en el que la ciencia, lejos
de haber mejorado nada, lo ha sumido todo en la crueldad y la injusticia —le
replicó Torcuato con énfasis de conflagración, para quien la apostasía requería,
o sangre de humillación, o virtuoso arrepentimiento.
Las hostilidades estaban abiertas y todos cuantos allí estaban sabían
que entrometerse entre aquellos dos bucéfalos encelados significaba poner en
serio riesgo la propia supervivencia, y se limitaron a escuchar.
—Te lo regalo, Torcuato. Para ti los ríos de sangre derramada en el
nombre de Dios, los infinitos tormentos de sus inquisidores y las severas afir-
maciones, por inspiración divina, de que la tierra es plana. Allá tú con tu Dios
o tus dioses, sus cielos e infiernos, que yo me quedo tan feliz en mi orden gris
y terrenal de seres elementales que no se arrugan por ser lo que son.
—Los «elementales» no podéis comprender el orden al que pertenecéis
como no puede el caimán entender la ciénaga que lo sostiene. Mira, Antonio, la
ciencia avanza, ¿pero hacia qué o hacia dónde? Que lo diga Rafael, que es físico.
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