Page 15 - Multiverso
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Y volvieron todos a enredarse por grupos en las rebañaduras de sus
propios raciocinios, arrinconando en el silencio a Rafael, quien mostraba un
semblante desencajado por parecerle que estaba clamando en el desierto. Tor-
cuato, defendía a capa y espada una fe pura en sí misma y un Dios sin senti-
do fuera de ella; Antonio, proclamaba con sereno cinismo la imposibilidad de
profundizar en lo que no existía, sino para llegar a despropósitos mayores que
los logrados hasta la fecha, que no eran pocos y todos sangrientos; la «exacta»
Divina Maia, estaba milagrosamente de acuerdo con todos; don Fonema, mira-
ba fuera de sí a unos y a otros, intentando meter una coma, pero sin lograr otra
cosa que colar de rondón unos puntos suspensivos; Omar, reducía la discusión
a desbarros de ociosos sin sensibilidad poética; y hasta no faltaba alguna voz,
por parte de los «itinerantes» que ponía en los labios de Pitágoras frases de
Descartes o en los de Goethe palabras de Thomas Moro.
El garbullo ascendía con sones de redobles en la tronera de Rafael,
quien, cabizbajo y con la mirada perdida, se enervaba por momentos. Pocas co-
sas sagradas entendía que había en el mundo, salvo entender e hincar la rodilla
material ante la excelsa razón.
Los tertulios no lo sabían, claro, pero su deseo por adentrarse en el
misterio de qué demonches pintábamos en este manicomio redondo en que
venía a dar el mundo le había conducido en dos ocasiones bien distintas a una
clínica de reposo durante algunos meses.
La razón: he aquí el quid de la cuestión.
Para él la vida no era más que caminar a lo largo de la cinta infinita que
era la razón, al final de la cual se encontraba la realidad incuestionable de Dios
mismo o la de mamá Naturaleza en su vertiente más sublime, y su existencia
no tenía otro objeto que ir adelante por ese cíngulo, sin alto ni desmayo, hasta
darse de bruces con Dios en persona para decirle en sus propias barbas: «Te
pillé.»
Y mientras les contemplaba darse inútiles testarazos contra su propia
ignorancia como moscas que intentaran el prodigio de atravesar el cristal del
tarro en el que estaban prisioneras, comprendía que no se le podía enseñar a
quien no deseaba aprender ni era posible convencer de nada a quien no quería
escuchar algo ajeno a sus creencias.
Su obra debía ir por otro camino, acaso por el propio de la «novella»
en su afección más genuina, la misma por la que se concibió allá en el Quattro-
cento: explicar con una parábola, que era decir una historia, lo que en realidad
era filosofía o metafísica pura.
Supo que en vano sería explicarles la concepción de la existencia gnós-
tica, cómo desde el todo primordial, el pléroma, surgió la polaridad, y de esta
todas las demás cosas. No; él no estaba buscando ninguna polaridad como
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