Page 8 - Multiverso
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francotirador, desbaratar los argumentos de cualquier postulante con una frase
          cínica y lapidaria como un disparo a bocajarro, y repartir así la mucha hiel que
          atesoraba.
                 La estudiada feminidad afinaba el do en la voz de Maia Goseaskoetxea
          —a quien en su ausencia o bisbisando se la nombraba como «Divina Maia»—,
          una cuarentona muy sensual y atractiva que aún se satisfacía ataviándose de
          veinteañera bohemia y usando perendengues de las mejores marcas. Voz que
          vehemente y continuamente reclamaba libertad para su atribulado género al
          tiempo que ella misma huía, merced a aquella tertulia y a las mínimas letras de
          una narrativa de campaña que la había permitido publicar su primera novelita,
          del ahoguío y la opresión que la suponía la exacerbada celotipia de un cónyu-
          ge machista y tirano que consideraba que el paraíso se hallaba justo a medio
          camino del plexo solar y las rodillas de, precisamente, la Divina Maia. Había
          llegado a San Lorenzo de El Escorial casi dos años atrás, procedente de Bilbao,
          arrastrada por el imparable progreso económico de su esposo, un corredor de
          bolsa a que arribó en Madrid dispuesto a comérselo. De inteligencia corta, pero
          de maneras muy suaves y sugestivas —exhibía aún los vestigios de una augusta
          belleza que debió ser subversiva en sus años más dichosos—, tenía labios car-
          nosos y sensuales, ojos grandes y melados, y un cabello dorado, por prodigio
          cosmético, que enmarcaba con graciosa discordancia su redondo y moreno
          semblante. Locuaz, aunque sin excesos que requirieran arbitrio, era muy pro-
          pensa a presentarse inclusa en el nefando martirologio de las maltratadas por la
          caduca tiranía del matrimonio y por el «quiero pero no puedo» del divorcio o,
          por mejor expresarlo, el decir que quería y el ingeniárselas para no poder y con-
          tinuar así en sus trece para no cercenar las cadenas que la ataban sin piedad a los
          pingües ingresos y la vida de regalo que la proporcionaba su consorte, quien la
          mantenía en una jaula dorada a cuerpo de rey a cambio de una atención íntima
          y personalizada que la Divina Maia le dosificaba cicateramente. Lamentaciones
          que, sin embargo, no caían en saco roto en la tertulia, sino que la procuraban
          toda la atención y el consolador galanteo de cuanta criatura del género mascu-
          lino allí concurría, izando y haciendo flamear cada cual como propia la inefable
          bandera feminista, sin duda ansiando en contrapartida con fervor atajos promi-
          sorios hacia los inefables favores de su carne.
                 La sesuda expresión del conocimiento y la más acendrada fe cristiana
          se significaba en Torcuato Rivalvo, el decano del grupo, quien era devoto mi-
          litante conservador y catedrático de Historia del Derecho en la Alfonso XIII
          de San Lorenzo, y quien había publicado documentados memoriales sobre la
          influencia del pensamiento y la literatura en la evolución histórica del Derecho,
          todos ellos adquiridos casi en exclusiva por sus alumnos, para quienes se habían
          convertido durante las últimas dos décadas en venimécums primordiales para

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