Page 14 - El Autor prodigioso
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trucción altiva y magnífica en que viene a dar el género, entre estos otros los
          hay sufridos y sometidos, que vienen a ser los oscuros cimientos y la estructura,
          los que ocultos o ignorados cuando se les llaman los poderosos regalan su
          caudalosa sangre por el Dios de estos o por sus patrias. Los hay también bue-
          nos, temerosos y sencillos, que vienen a ser la masa contribuyente que figura la
          humilde fábrica, los que a la luz de la rutina impositiva sostienen el delirio de
          grandeza de quienes, con armiño, con sable y charretera o con mucho poder
          político o económico y automóvil blindado, les pastorean y abrevan. Los hay
          callados, conformistas y obedientes, siempre afanados en la higiene o la super-
          vivencia, que vienen a ser el dócil yeso del enlucido, los que a quienes quisieran
          decir «¡Basta de esta cuerda!» aplacan y someten con caricias suaves y dulces
          complacencias. Los hay, asimismo, mamones o cachorros de cimiento o fábrica
          que, con la inocencia de su pequeñez y la limpieza de su mirada, vienen a ser
          la madera de la puerta o la ventana por las que a sus mayores se les muestran
          vistas a imposibles paraísos o a inopinadas esperanzas. Y los hay, en fin, aunque
          pocos, que vienen a ser la etérea pero firme dictadura de la física que da en la
          fatiga, el draconiano discurrir del tiempo que deriva en envejecimiento, quienes
          rompen la concordia impuesta por los tritones o los grifos de los aleros, por
          los corceles de bronce de las plazas o las marmóreas estatuas de los parques,
          por las áuricas coronas reales o las cínicas arengas del Congreso o aun por las
          encíclicas numéricas de los bancos o los lujosos automóviles de la industria, y
          se rebelan contra estos y aun contra los cimientos, la fábrica y la pez.
                 Algunos de estos últimos, soñadores que con actos o ideas anhelan
          desemejantes edificios algo más armónicos, nadan a contracorriente, pugnando
          por modificar o cambiar o derruir para edificar, quién sabe si convirtiéndose
          entonces en novísimo e idolatrado mármol, bronce, armiño o pasajero de au-
          tomóvil blindado. Otros, como termitas, orín o contaminación, se meten por
          intersticios o se adhieren a los muros, estructuras y maderas, e indolentemente
          se alimentan de ellos procurando su derrumbe mientras gozan de su latrocinio
          sin utilidad ni esmero. Y los demás, desprenden esquirla a esquirla desde los
          cimborrios a los parques y las plazuelas pedazos que no son suyos en su prove-
          cho.
                 Entre estos últimos de los últimos, para algunos, se cuenta de pleno
          derecho nuestro protagonista; pero para otros, incluyéndose quien escribe esto,
          pertenece al nefando género de los soñadores, quienes, sin ser cimiento ni fá-
          brica ni ornamento, son tan imprescindibles para el conjunto como un olor,
          una sensación o un eco.
                 No; no es Bonaz Cantueso, ya se puede comprender, ningún héroe que
          figure con mayúsculas —y aun con minúsculas— en libro alguno fuera de este
          que tú, lector, tienes entre tus manos.

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