Page 9 - El Autor prodigioso
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clínicas, le dieron la noticia de que el tumor cerebral que le había acompaña-
            do desde la infancia en estado de letargo iba a matarle en un periodo de seis
            meses como máximo; y dos, que la muerte de su exmujer en un accidente de
            tráfico, acaecida ayer mismo, le imponía la tutela exclusiva de la hija de ambos,
            una jovencita de diecisiete años a quien poco o nada había visto desde que su
            exconsorte se trasladó a vivir con ella a su Barcelona natal después del divorcio,
            allá por cuando la nena contaba con un año y fracción de vida.
                    Pésima era la primera noticia, se calla por sabido; pero más le conmo-
            cionaba la segunda, porque la nena estaba afectada del Síndrome de Down.
                    Esta causa, que ya produjo en su matrimonio su primer efecto disgre-
            gador con el nacimiento de la criatura, pues que les empujó por el camino de
            la separación conyugal —ya entraremos en pormenores más adelante—, ahora
            pasaba una factura que había impagado durante más de quince largos años,
            presentándola al cobro con intereses. ¡Y qué intereses!
                    Morir, vivir.
                    Ahora, que a ciencia cierta sabía que se extinguía, le caía el premio
            gordo de esta grave responsabilidad con una desconocida de su propia sangre,
            a quien dejaría varada, o sí o sí, en condiciones extremas porque nada tenía él
            que pudiera legarla. Sus recursos apenas si alcanzaban para una modestísima
            supervivencia que debía conquistar día a día en feroz batalla, y ahora esto.
                    No había comenzado a encajar la fatal idea de su extinción, y enjareta-
            do le llegaba un deber que no podía eludir. De ahí el fenomenal matalotaje de
            ideas y querencias que se concitaban en su tronera: ayeres y probables mañanas,
            débitos y haberes, y mil peregrinos pareceres que entontecían sus sentidos, le-
            vantándole poderosa jaqueca.
                    Brujuleaba su pensamiento picoteando de acá y de allá sin mucho tien-
            to y con menos sustancia. Algunas cuestiones eran existenciales, sesudas, rigu-
            rosas, que recababan de él una consideración profunda y serena; pero otras,
            por el contrario, eran baladíes, de orden doméstico o meras trivialidades, y en-
            trambos órdenes de ideas abrasaban su cerebro, no sabía si por el tumor que le
            estaba matando o si por ser estas como ascuas que en la caldera de su ánimo
            ardían sin llama.
                    Desde hacía algún tiempo veía, olía y paladeaba las palabras, y todo
            este desgreño de ideas le producían empacho en todos sus sentidos. Un raro
            efecto, algo contranatural en su caso, que los médicos nombran por sinestesia,
            y que estaba atípicamente producido por la expansión súbita del tumor que se
            extendía como una noche cerrada por su lóbulo temporal. Un tumor cuya géne-
            sis no quedaba nada clara, puesto que los dos especialistas que le reconocieron
            mantenían diferentes criterios, siendo para uno de ellos de origen congénito y
            para el otro un suceso espontáneo, consecuencia misma de la vida.

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