Page 10 - El Autor prodigioso
P. 10

El fatal diagnóstico le hizo recapitular sobre sus orígenes, logrando
          establecer los primeros síntomas en su ya lejana infancia.
                 Creía recordar que fue a los siete u ocho años cuando se manifestaron
          los primeros de ellos. Siempre comenzaban, como la corrupción o los vicios,
          mínimamente, con un ligero y hasta simpático hormigueo en los dedos de su
          mano izquierda, el cual derivaba rápida y progresivamente en una suerte de
          adormecimiento generalizado de todo el lado siniestro de su cuerpo. Cuando
          se completaba el proceso, toda esa parte de su ser deformaba su sensibilidad
          de tal modo que le parecía disponer de una porción de sí gigantesca, cual si se
          hubiera esponjado como una rosa de Jericó a la que se hidratara. Lo demás de
          sí, sus cualidades... normales, digamos, le daban la sensación de funcionar a las
          mil maravillas; pero ello es que, aunque su cerebro discurría con aparente clari-
          dad y sus sentidos le advertían que sostenía el dominio de todas sus funciones,
          tanto los hechos como sus semejantes discrepaban radicalmente de su criterio.
          Verbigracia, el sentido del tacto exacerbaba tan sutilmente que bien sería capaz
          de percibir la rugosidad exagerada de una bola de billar; la vista adquiría cuali-
          dad panorámica, pues aunque se reducía su foco a un sector minúsculo de unos
          cuantos grados, adquiría tal profundidad que le parecía ver a través de una lente
          de ojo pez, pero con grandes aumentos y con mayor lejanía y perspectiva; el
          sentido del oído se dilataba de tal forma que era capaz con la mayor agudeza
          de sentir con estrépito la caída de un cabello al otro lado de la calle, aunque de
          una forma ronca y cavernosa; y si pretendía hablar, aunque tenía la sensación
          de expresarse con claridad, ello era que sus labios debían manifestar extraños
          sonidos o voces disímiles de las que sus propios sentidos le informaban que
          había pronunciado, a juzgar por la chacota que sus amigos le regalaban cuando
          estos episodios se verificaban.
                 ¡Y que no le diera por reprenderles, porque mayor era el espectáculo!
                 No solían durar mucho estos accesos, sin embargo: apenas una hora o
          dos; pero aprendió a distanciarse de sus semejantes cuando un ligero adorme-
          cimiento advertía de su advenimiento. Con cualquier excusa se iba a otro sitio,
          a solas, y allí esperaba a que remitieran los efectos, evitando así convertirse en
          la risión de los suyos, lo que en el barrio periférico de Madrid que habitaba
          equivalía a ser el tonto, y él no estaba por la labor.
                 Si durante algunos años estos episodios fueron muy frecuentes, como
          de dos o tres veces por semana, con el correr del tiempo se distanciaron por
          meses y hasta por años, salvo que la ansiedad o el nerviosismo le asaltaran, en
          cuyo caso tenía un acceso garantizado.
                 Los últimos incidentes que era capaz de recordar, hasta que hace un
          par de años regresaron con toda su furia y aún mayor, tuvieron lugar como
          consecuencia de las dos ocasiones en que estuvo en la cárcel, ambas veces por

          10
   5   6   7   8   9   10   11   12   13   14   15