Page 8 - El Autor prodigioso
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ra. Impostura que a todo se extiende: a los usos, a los modos, al lenguaje. Las
          palabras, aunque sean mentales, son esquirlas de los sentidos. Un crucigrama,
          sin ir más lejos, es como un cocido o un potaje, lo mismito que un concierto o
          una novela, aunque sin orden ni armonía, todo revuelto sin arte ni estilo. Por
          ejemplo, sinestesia es una palabra áspera, espiral, gris perla, de aroma amargo
          y que sabe a pomelo; hace cosquillas en la boca como cuando se pronuncia
          una palabra difícil si se tiene la lengua dormida. Las hay para todos los gustos,
          así dulces, melódicas, luminosas y de geometría regular, lo mismo que acerbas,
          disonantes y feas a rabiar.»
                 Divagaba por muy disímiles ideas sin tener muy claro qué pretendía
          comprender o razonar, cual si su mente se hubiera disparado por un sendero
          tan empinado y cuesta abajo que solamente podía conducirle a un precipicio.
                 Si fuera un filósofo o un pensador, podríamos colegir que se trataba de
          un proceso intelectivo natural en una criatura a quien la realidad le entraba en
          el alma por la reflexión; si fuera un escritor o un artista, inferiríamos al punto
          que se trataba de un osado paso más en el complejo proceso del desarrollo
          creativo o aun de la irrefrenable ansia del artista por meter los dedos en la llaga
          de la eternidad; y si fuera un hombre que entendiéramos como normal, pero
          acostumbrado a husmear por los fondillos de la verdad o el dédalo donde la
          realidad se manifestaba, creeríamos sin ningún género de dudas que se trataba
          de alguien que, empujado por algunas razones que más adelante conoceremos,
          intentaba cotejar sus particulares pareceres con cuanto la maestrona vida le
          estaba enseñando. Sin embargo, habiendo sido todo ello, nada de eso era ya
          Bonaz Cantueso.
                 Bonaz era por estas fechas, sobre todo, un hombre descreído que úni-
          camente se sentía capaz de habitar la dictadura del presente, porque voluntaria-
          mente hacía mucho que se había exiliado de la república de la esperanza. Desde
          no sabía cuánto tiempo hacía, rara vez se daba a la especulación, evitando siem-
          pre tanto hacer balance de haberes como planes de futuro. Vivía al día, en fin,
          y lo hacía sin grandes quebrantos ni desmedidos anhelos, cual si cada guarismo
          del calendario, ajeno y difidente de su deseo, tuviera para él que definirse por
          sí mismo antes de ser calificado. Nada esperaba de ninguno de ellos y, por ello
          mismo, jamás le defraudaban.
                 Bueno, no todos.
                 No; no todos, porque, aunque de sobra es sabido que tanto lo bueno
          como lo malo la vida tiene la manía de juntarlo y servirlo a paletadas, última-
          mente el almanaque más le parecía un sínodo de calamidades: he aquí la verda-
          dera causa de su sufrimiento o, por mejor decir, las verdaderas causas, pues son
          dos las principales.
                 A saber: una, que la pasada semana, tras de casi dos años de pruebas

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