Page 11 - Lemniscata
P. 11
humanos como si fueran pétalos de una flor que se deshojara entre violentas
llamaradas y una densísima humareda.
—Pero ¿qué has hecho, hijo de puta? —inquirió a gritos Pitón desde
donde estaba, levantándose de un brinco y echando mano a su arma.
En primera instancia quiso dirigirse al joven para descerrajarle tres ti-
ros, pero una fuerza interior incontenible le empujó a correr en dirección con-
traria, hacia donde estaban los restos del vehículo.
—¡Ya te ajustaré las cuentas, cabrón! —le gritó a Aldaxur mientras
corría.
Con el arma en la mano se metió en aquel Pandemónium. Sin embar-
go, no tuvo conciencia exacta de lo que había sucedido hasta que tropezó con
algo que no vio y que le hizo caer al suelo, justo donde yacían los cadáveres
mutilados de dos niños.
Ahogadamente gritó de espanto, soltando su arma y arrastrándose de
espaldas al suelo para huir de tan terrible visión; pero sus manos nuevamente
tropezaron con otros cuerpos, también de niños.
Presa de un pánico que no se entendería si no fuera por su agota-
miento de matar, se incorporó y trató de ganar campo abierto a la carrera;
pero estaba desorientado, la densa humareda le impedía ver más allá de algunos
centímetros y no era capaz de encontrar la salida de aquel infierno en el que se
sentía atrapado.
Sus sentidos, agudizados por la necesidad de orientarse y porque quizá
quienes no habían muerto comenzaran a cobrar conciencia de sí, percibieron
un coro de gritos, lamentos, ayes profundísimos, lloros que le acorralaban, dán-
dole la impresión de que iban a volverle loco.
Con espanto se tapó los oídos con ambas manos y bajó la cabeza, recu-
lando sin querer mirar siquiera por no encontrarse con nuevas víctimas; pero la
casualidad quiso que cuando los abrió estuviera junto a la cuneta, justo al lado
de la boca del cráter que produjo la detonación.
Entonces recobró su presencia de ánimo y, desatendiendo los lamen-
tos que surgían de las tinieblas de la humareda, su mente enfocó a Aldaxur
como un objetivo a abatir con la máxima urgencia.
—Pero ¿qué hiciste, cabrón, más que cabrón? —gritaba fuera de sí.
Su mano fue a la cintura para buscar su arma; pero esta ya no se encon-
traba allí, recordando al punto que unos instantes antes la había perdido al caer
junto a aquellos cuerpos sin vida.
No importaba: le mataría con sus propias manos.
Tenía que hacerlo.
Había convertido lo indigno en criminal.
Desde lo lejos le vio Aldaxur rodear el cráter y afanosamente comen-
11