Page 8 - Lemniscata
P. 8

Hacía frío.
                 Mucho frío.
                 Apostados en un promontorio no muy lejano de la carretera secun-
          daria en la que habían preparado dos trampas explosivas, esperaban los dos
          hombres a que pasara el autobús de la Guardia Civil. Venía de la Academia
          General de Madrid cargado de cadetes, e iba camino del acuartelamiento en el
          que harían sus prácticas durante los siguientes meses. La Zuba había decidido
          un atentado ejemplar para reforzar las negociaciones que se estaban realizando
          con el Estado.
                 Todo, en el nombre de una digna paz venidera.
                 Pero él ya no creía en la dignidad ni en esas estrategias que tanto tenían
          de palo y zanahoria.
                 En realidad, ya no creía en nada.
                 O, al menos, no sabía con claridad en qué creía.
                 Tal vez en que no había ninguna dignidad en el crimen.
                 Durante toda la noche le pareció que sentía remordimientos mientras
          preparaba los dos artefactos explosivos en la cuneta, ambos independientes y
          manejados por controles remotos distintos para causar mayor mortandad. Cada
          paquete de explosivo al que acoplaba el detonador parecía que le preguntaba:
          «¿Por qué?, ¿para qué?»
                 Según la información disponible, debía haber pasado el autobús hacia
          las cuatro de la mañana, pero eran ya más de las seis y aún no había rastro de él.
                 Entumecido, le pasó a su camarada los controles remotos y los prismá-
          ticos, y le encargó la vigilancia de la carretera con la excusa de cerrar los ojos
          unos instantes.
                 Mentía.
                 Quería sofocar sus ansias, la sensación de tener una fiera enjaulada en
          el pecho que escarbaba desde dentro buscando la luz del mundo abierto, cuan-
          do de sobra sabía que ninguna luz había ya en ninguna parte.
                 «¡Llegad ya, malditos, y morid de una vez!», se decía para sí, ovillado
          sobre la hierba húmeda y bajo una suave lluvia.
                 «Llegad y morid, y acabemos con esto de una vez. Ya deberíais estar
          muertos: el mal tiempo o la carretera os están permitiendo vivir de más. Estoy
          cansado de mataros una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, y siempre
          volvéis con otra cara, pero iguales. Estoy cansado de ser verdugo, estoy cansado
          de vuestra sangre, de vuestro olor, de vuestro llanto y del llanto de vuestros
          padres, mujeres o hijos. Venid y morid, y dejadme descansar, olvidar la muerte
          siquiera sea por unos días. Permitid que me olvide de quién soy, de lo que soy.»
                 Y hubiera continuado atormentándose en este íntimo monólogo que
          manifestaba su hastío, de no ser porque Aldaxur, su camarada, le dio aviso de

          8
   3   4   5   6   7   8   9   10   11   12   13