Page 12 - Lemniscata
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zar a escalar la empinada pendiente que desde la cuneta ascendía hasta el ras del
          prado en el que estaba, escupiendo maldiciones y juramentos que no le augura-
          ban nada bueno.
                 Aldaxur temblaba de pánico.
                 Tenía órdenes especiales.
                 Órdenes que Pitón desconocía.
                 Y no podía fallar.
                 Eso le garantizaba un final trágico.
                 Tomó el segundo control remoto y, al tiempo que lanzaba vertigino-
          samente lanzaba una, dos o quizá muchas disculpas, juró a voz en grito por lo
          más sagrado que hacía lo que debía, que cumplía órdenes.
                 A causa de la hierba húmeda, vio resbalar a Pitón y caer de nuevo al
          fondo de la cuneta.
                 Justo ahí se encontraba el segundo artefacto.
                 La bomba trampa supuestamente destinada a los agentes que acudie-
          ran en auxilio de las víctimas.
                 Tenía miedo.
                 Si Pitón hacía honor a su fama, no iba a contentarse con darle dos
          tiros. Pero si Pitón sobrevivía, serían otros los que cumplirían órdenes y termi-
          narían con él. O con su familia.
                 Y, entonces, como un fogonazo que le abrasó el cerebro, supo que
          tenía que obedecer, que no tenía escapatoria. ¿Qué era una vida más?
                 Y, en ese preciso instante, con una determinación que a sí mismo le
          sorprendió, pulsó el detonador y una segunda explosión volvió a sacudir los
          fundamentos del mundo.
                 —¡Jódete, mamón! Quién gana, ¿eh? Dime: ¿quién gana? —voceó Al-
          daxur mientras echaba a correr campo a través, dirigiéndose hacia el camino
          rural en el que, no muy lejos de allí, habían dejado la noche anterior un coche
          preparado para la huida.

                                         * * *


                 —No debiste enviar a Aldaxur —le reprobó Juan a Coces.
                 El responsable de Esa, el Aparato Militar, le miró con desdén.
                 —¡Qué hostias sabrás tú, chupatintas! —le replicó a Juan, responsable
          de Diva, Tesorería. Y añadió—: Tanto la Zuba que estamos aquí como la Zu-
          bahita estuvimos de acuerdo.
                 —Con mi voto en contra, no lo olvides. Además, se trataba de Pitón,
          ¡coño! Ese cabrón tiene mil vidas, y el gilipollas de Aldaxur no se aseguró si-
          quiera de que estuviera muerto. Le pudo el miedo.

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