Page 11 - La otra historia
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duda de que estos sabrán entender más que sus pares legos y, tal vez, suponer
la profundidad del charco en el que se han metido; los demás comprenderán
solamente lo grueso, pero acaso eso les sea suficiente para colegir que estamos
viviendo un mundo dioses y demonios donde la realidad ordinaria no deja de
ser una suerte de tablero. El Génesis o las viejas leyendas de las mitologías o las
tradiciones orales que se pierden en la noche de los tiempos no son mentiras,
sino mitificaciones de sucesos que fueron reales. Es más, aquello mismo, con
otras maneras y en otro escenario, sigue siendo vigente, porque aún el propó-
sito de esa conjura, el designio secreto, no se ha alcanzado en su plenitud, y
personajes que no tienen nada de quiméricos, cuyos nombres a todos los harían
temblar si únicamente los escucharan, son físicos, viven y están aquí.
La realidad siempre termina por convertir a la ficción en un inocente
juego.
Sé que, en cualquier caso, será un descubrimiento perturbador suponer
que buena parte de los sucesos que se verifican en la realidad cotidiana obede-
cen a un plan concebido en lo remoto, e incluso no faltará quien crea —puede
ser que tú mismo aún dudes de su veracidad— que tal cosa no es posible. Sin
embargo, ahí tienes los incontestables hechos.
En Efesios 6:12 se dice «porque no tenemos lucha contra sangre y
carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de
las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones
celestes», y nada es más cierto. La realidad, hermano, es un mosaico extrema-
damente complejo de mentiras urdido por mentes que están a años luz de la
humana. No las desprecies. Casi nada de lo que das por cierto e incuestionable
es verdad, en parte porque han alejado a los mortales de tal modo de ella que
ni siquiera tienen ya la capacidad de buscarla ni de saber que es ella aunque la
tengan ante sus propias narices.
Vives —vivimos— tiempos capitulares.
En este mundo de traidores nadie está a salvo de la infamia, que ni al
mismo Dios le faltó su Luzbel, ni al Hijo su Iscariote ni al rey su Vellido Dolfos.
Cada uno tenemos nuestro Judas sentado al lado, urdiendo un desquite nacido
del resentimiento o de la envidia, o vigilando para que no nos salgamos del
camino establecido. Así, y sin compararme ni por asomo a ninguno de ellos,
he sido infausto testigo de cómo los mismos que me encumbraron tuvieron el
dudoso privilegio de dar con mis aspiraciones en el polvo; de cómo quienes me
lisonjearon, abominaron públicamente de mí; y de cómo, quienes me amaron
con tan fervorosa pleitesía, por treinta monedas me señalaron con su dedo jus-
ticiero, mostrándome como el mismo paradigma que fuera, aunque entonces en
el sentido contrario.
Me destruyeron porque abandoné el camino.
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