Page 12 - La otra historia
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Me destruyeron porque abominé de la mentira.
Me destruyeron porque no quise ser parte del designio secreto.
Para ellos era necesario que no tuviera credibilidad y que cuanto pudie-
ra divulgar pareciera el despropósito de un hombre trastornado.
Hay muchas formas de matar.
Piadosamente, a pistola.
Pasionalmente, a cuchillo.
Indiferentemente, con veneno.
Impiadosamente, con el libelo.
Ellos eligieron esta última fórmula porque las otras generan mártires, y
esa condición me podría haber dado el crédito que el deshonor me ha negado.
No obstante, cuando tus lectores lean esta obra, tal vez comiencen a entender
que el juego de la vida es cualquier cosa menos un juego, y quién sabe si enton-
ces comenzará a tener algún sentido mi sacrificio.
Porque, hermano, no solamente tú has estado en coma; también la so-
ciedad lo está. Su conducta, a lo largo de la historia, es muy parecida a la de un
rebaño que va y viene de rediles a majadas conducida por pastores o por perros
a los que ni siquiera comprende, o incluso algo parecido a una masa que baila
la macabra danza de los condenados.
Tú has despertado de tu letargo físico, y es posible que con mis epís-
tolas hayas abierto no solo los ojos del cuerpo, sino también los del alma; ojalá
que a tus lectores les suceda un poco lo mismo. Veremos.
El paraíso existió, como existe Dios y se libró un conflicto entre los
llamados ángeles y los Vigilantes, aunque mitificado de diversas formas según
cada cultura. Muchos de aquellos personajes todavía son y viven entre noso-
tros; pero, aun suponiendo que no hubieran existido y que no fueran sino un
desvarío de la inteligencia, uno de esos monstruos que genera la razón, ¿qué
más da si quienes mueven los hilos de la realidad lo creen a pies juntillas? ¿No
es acaso lo mismo? Una locura, que, sin embargo, a lo largo de la historia se ha
traducido en un enorme esfuerzo por parte de una tan reducida como anónima
élite —las dinastías de los Vigilantes— para apartar a los hombres de la verdad
y convertirlos en estúpidos a su servicio.
Y como estúpidos se conducen los hombres, tal y como te ido reflejan-
do en mis misivas: ni siquiera saben cómo dar sentido a sus días ni desean vivir
algo tan magnífico y prodigioso como su propias vidas, sino que permanente
anhelan la de otros.
No saben en qué creen.
O creen en demasiadas cosas.
No saben qué sienten, sino qué desean.
Saben qué anhelan pero no qué necesitan.
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